Hay situaciones en las que una
persona puede estar casi completamente seguro de lo que sucede. Y es ese “casi”
el más difícil de sobrellevar en muchos casos. Queda siempre esa pequeña
inquietud, la pequeña incertidumbre que no nos deja avanzar desligándonos del
todo de dicho suceso, incluso cuando este ya haya terminado. Es ese “¿Y si en
realidad…?” lo que nos puede desvelar, confundir e incluso frustrar. La mayoría de las incertidumbres tienen su
génesis en detalles, en pequeñas menudencias que, quiera esto ser casual o
causal, nos llaman la atención. Quizá un gesto, una palabra, una fotografía… o
una mirada.
Una mirada dada en el momento indicado es
capaz de destruir toda la seguridad que tenías hasta el momento con respecto a
alguien. Este es el caso de ese hombre que en tu fuero interno deseaste con
tantas ansias por tanto tiempo, con tanta intensidad e irracionalidad, que es
suficiente una mirada para iluminar tus ilusiones. Este sujeto, tan singularizado
de todas las relaciones sociales que mantienes (ya sea por el tipo de afecto
que le tienes, o simplemente por el tipo de relación que deben mantener) puede pasar
de ser un objetivo inalcanzable a un futuro plausible. Tan sólo es necesario
una pequeña singularidad en su mirada. Y ahora ¿Qué sigue? Veamos, es evidente
que te encuentras en una situación bastante complicada.
Por un lado, esa mirada pudo ser solamente un
error, un pequeño traspié que no indica nada y que (impulsado por la necesidad
de tu mente de sentir, aunque sea por un instante, que eres correspondido por
aquel hombre) se magnificó de tal forma que le dio un sentido y un significado
completamente ficticio, pero verosímil. Por
otro lado, esa mirada puede haber sido generada voluntariamente, insinuando un
interés mucho más personal, más íntimo, que da a entender una correspondencia
en sentimientos entre ambos. En resumen, la complejidad del asunto se resume en
la interpretación de una mirada, sin ninguna otra pista que pueda dilucidar las
intenciones de la misma.
Es así como una
mirada da comienzo a una posible digresión en el curso normal de las cosas:
Entender esa mirada como un error e ignorarla (rumiando en silencio ese “¿Y si
en realidad lo era?” por siempre y para siempre) o guiarte por una pequeña
esperanza, arriesgando a perderte el privilegio de ver de nuevo esa mirada o
por el contrario lograr que ella sea, de una vez por todas, tuya. En estas pequeñas incertidumbres donde todo
se arriesga. Pero, como decía mi abuela, “el que no arriesga, no gana”