¿Seguís ahí?
Cada noche que dormimos juntos me hago esta pregunta mientras siento el olor de tu pelo y de tu cuello. Mis brazos te rodean, te protegen, tu espalda contra mi pecho, tus piernas contra las mías. El silencio inunda la habitación, pero mi mente es un caos, un alboroto.
¿Seguirás despierto o ya te perdí?
Quedamos en esa posición hasta que el calor del verano nos obliga a separarnos, pero seguís ahí. Te abrazo lo más que puedo, te acaricio y te beso. Te miro y pienso que te quiero. Siento que te quiero pero no me animo a decirlo.
Siento que soy un pesado a veces. Trato de entender por qué tengo que ser yo quien te hable, quien te proponga cosas.
¿Qué es lo que ha pasado para que tenga que ser yo quien te busque siempre? Surge la incertidumbre en mi mente y la idea de que ya te cansaste de mí no hace más que crecer en la oscuridad, en el silencio de nuestras charlas, en el hueco entre nuestros cuerpos al caminar.
Tus manos buscan mis manos, tu cuerpo me llama a que se pegue al tuyo. Pero no así tus palabras.
Lo más tierno que me dijiste estos últimos días fue una insinuante acusación de tu parte a mi ausencia durante una semana. Lo segundo fue un halago a la cena que preparé.
Trato de entender qué cuernos está pasando y porqué cuernos me está afectando tanto. No suelo sufrir por este tipo de decepciones, vos bien lo sabes, soy el del corazón de piedra (a diferencia tuya, que te emocionas con sólo ver un capítulo de anime por cuarta o quinta vez).
Tengo miedo de que me uses sólo de placebo ante la idea de soledad que tanto te aterra.
Tengo miedo de que sea eso lo que sucede y que no me des más opciones que seguirte el juego hasta que, tarde o temprano, ni el frío de invierno, ni las ganas de comer “comida casera”, ni ninguna otra de las tantas “cualidades” que te gustan de mí, sean suficientes para mandarme un mensaje.
Tengo miedo de cansarme de todo este vaivén de ideas que me rondan en la cabeza. Tengo miedo de perderte.
Tengo miedo de que, algún día, la respuesta a “¿Seguís ahi?” Sea un rotundo “No”.