Una sola vez fui a una colonia de vacaciones. No era muy
aficionado a eso de terminar el ciclo escolar para comenzar con un ciclo que te
mantuviese ocupado durante las vacaciones.
En esa colonia (a la cual asistí durante los tres meses de
vacaciones, de lunes a viernes, de 8:30 a 12 de la mañana) conocí a mi profesor
Ezequiel y a Alfredo.
Mi profesor Ezequiel era un hombre de ojos un poco
achinados, de cabello castaño, flaco, alto pero con espalda ancha y un atisbo
de abdominales en su abdomen. Había días en que uno le encontraba un parecido
con Ashton Kutcher. Él estaba encargado de cuidar a los que entraban en la
pileta de natación y darles atención de primeros auxilios en caso de ser
necesario. El resto del tiempo estaba dedicado en dirigir las actividades del
grupo de varones de la colonia, algo así como un profesor de educación física,
pero sin la barba descuidada y la barriga cervecera tan común en dichos
especímenes.
Alfredo, por otro lado, era un chico de mi edad (debía de tener
unos 12 años en ese momento), un poco menos alto que yo, con cabello castaño y
mechones con reflejos rubios, ojos marrones, ortodoncia, y piel bronceada. Para
que se puedan hacer un esbozo, les diré que se parecía mucho a Jeremy Summer en
la película “Peter Pan” Curiosamente, su madre y mi madre fueron compañeras del
ciclo básico escolar, así que mi madre me preguntaba siempre cómo había estado
mi día y el de Alfredo. Me hice su amigo muy pronto, por lo que éramos
inseparables, aunque nunca le conté lo que sentía por él. Pasadas unas semanas, aparecieron Pablo,
Guillermo y Santiago, vecinos de Alfredo. Es lógico, por lo tanto, que la
atención que recibía de Alfredo disminuyó drásticamente luego de la llegada de
los tres hermanos. Esa fue una de las pocas amistades que tuve con personas del
género masculino a lo largo de mi vida, y una de las más cortas.
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