Nunca fui un amante de las actividades físicas. Soy muy malo
en los deportes que requieren reflejos rápidos, coordinación o resistencia
física. Sin embargo, hubo una época en la que practicaba gimnasia artística, e
incluso ahora me dan algunas veces “lapsos” por el deporte, aunque luego de
unos meses merma hasta desaparecer.
Durante el año en el que asistí a gimnasia artística, muy
pocas veces me vi rodeado por esos deslumbrantes cuerpos que aparecen por
televisión en cada emisión de los Juegos Olímpicos. Uno de los pocos cuerpos
privilegiados que tuve el gusto de poder ver era el de un chico llamado
Maximiliano. Era el prototipo de Hércules: Cabello castaño claro y ondulado,
piel tostada, ojos marrones, espalda,
brazos y piernas trabajadas con esmero y dedicación y una mirada que denotaba
una cierta concentración típica de todo buen deportista.
Siempre que tenía oportunidad, desviaba mi mirada hacia sus
piernas, sus hombros en contracción, su pecho hinchado por la exigencia de
oxígeno, su espalda, su cuello perlado de sudor.
A veces me lo cruzaba en la calle, y aunque yo lo conocía, él no me conocía a
mí. Incluso después de no haberlo durante mucho tiempo, el otro día lo vi por
la calle y lo reconocí. Sigue teniendo ese admirable cuerpo, fruto de la dedicación
exhaustiva al deporte.
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