Pasado un año de dejar el gimnasio, decidí renovar mis
necesidades de actividad física, por lo que me inscribí en otro gimnasio del
cual yo no estaba ni enterado.
Este gimnasio estaba a cargo de Lisandro, y era él quien me
decía qué hacer cada día o con qué grupo de músculo trabajar. Era alto, flaco,
esbelto, usaba anteojos de marco fino, tenía una barba de dios días de
crecimiento, cabello castaño con rulos, mandíbula marcada pero no prominente,
cintura pequeña, abdominales un poco marcados, hombros gruesos y rudos. Me
encantaba verlo practicar a mi lado, disfrutar cómo jadeaba con cada ejercicio,
ver cómo se contraían sus músculos en cada serie.
Muy pocas veces se mostraba duro o exigente conmigo. La
mayoría de las veces era un tanto compasivo, y en él había siempre una pizca de
ternura que parecía querer ocultar. Pero como dice el dicho “Aunque la mona se
vista de seda, mona queda”.
Resulta extraño, pero siempre que pienso en él, y en cómo me
miraba, siento un poco de tranquilidad e inquietud a la vez.
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