Muchas personas saben nadar. No es necesario aclarar cuantos
beneficios trae la actividad de nadar, todos sabemos que son muchos.
Mis padres, mis abuelos e incluso mis tíos me incentivaron
al nado desde muy pequeño. Sin embargo, algunos de ellos habían olvidado que yo
no sabía nadar, por lo cual una vez casi muero ahogado frente a mi primo. Tenía
ocho años. Mis padres, preocupados por el suceso, insistieron en que asista a
un curso de nado, para lo cual me inscribieron en uno que tenía de horario de
clases de 9 am a 10:30.
El punto de todo esto es contar qué es lo que pasó a lo
largo de esas clases. Digamos que en ese curso conocí al primer chico por el
que sentí atracción. Él debe haber tenido alrededor de 12 años, yo tenía 8.
Flaco, piel un poco tostada, cabello negro, ojos marrones (muy penetrantes).
Nunca hablé con el más que un “hola”, un “adiós” o un “qué frio”, pero su forma
de observar era irresistible, era como si tuviese un oscuro secreto que
ocultar, algo indescifrable, indecible, prohibido, que hacía que esos lindos
ojos siempre mirasen el suelo, como si con eso pudiesen ocultar mejor el
misterio que encerraban.
Una sola vez me lo encontré en el vestuario, se estaba
cambiando, y sólo estábamos él y yo. Se imaginarán la necesidad de hablarle, de
besarlo, de estar con él. Pues nada de eso pasó: mi padre llegó para irnos a
casa, así que tuve que irme con la esperanza de poder verlo en la clase
siguiente.
Nunca más lo vi.
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