Todos nos hemos sentido atraídos por un vecino. Yo me sentí
(y me sigo sintiendo) atraído por tres vecinos: Ezequiel, Alberto y Daniel.
Ezequiel no es de importancia en este relato, así que lo obviaremos por ahora.
Daniel y Alberto eran hijos de una mujer soltera, maestra
jardinera, que tenía a cargo a cinco hijos: Dos mujeres y tres varones.
Daniel era el hermano mayor, Alberto era el cuarto. Daniel
tenía 17 y Alberto 13 si no me confundo. Su madre iba a tener otro hijo con un
hombre de gran poder adquisitivo, por lo que era necesario que se mudaran de un
barrio con calles de tierra, ya que “ese no es lugar para el hijo de un hombre
como él...” según la madre del próximo crío. Yo estaba profundamente enamorado
de Daniel, que tenía unos ojos verde oliva que te volvían loco, cabello castaño
con ondas, una sonrisa envidiable y una piel tersa, juvenil y tirando a un tono
entre bronceado suave y caucásico. Alberto, por otro lado, tenía los ojos verde
azulados, cabello rubio, piel blanca y suave y unos labios carnosos y rosados.
Uno era una muestra ejemplar de masculinidad, el otro era un proyecto a tal
sensual figura.
Luego de que se mudaron, la relación de amistad se vio
interrumpida, aunque cada tanto mi madre hablaba con su madre. Pero la relación
entre Daniel, Alberto y yo se cortó definitivamente. ¿Qué pasó? Simple: cada
uno siguió su camino.
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